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A propósito de un libro titulado 'Lolita'

  • Foto del escritor: Nicolás Guasaquillo
    Nicolás Guasaquillo
  • 18 may 2018
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 6 abr 2019

Crítica a la novela de Vladimir Nabokov, que plantea una duda definitiva sobre la moral de los actos humanos. La obsesión de Humbert, un profesor cuarentón, por la doceañera Lolita desemboca aquí en un debate sobre atracciones perversas.



Se presenta ante mí la tortuosa posibilidad de escribir una vaga opinión poco justificable sobre una novela que en su época de publicación, por allá en 1951, causó cierto tipo de sensaciones, sin mencionar entonces que ahora sigue, quizá, causando las mismas sensaciones más allá de su propia interpretación. Me ronda la idea —y me ronda porque no me otorga descanso— de no callar ante mi lente que también se rehúsa a hacerlo. Y es que después de una lectura tan provocativa, como lo es la de Lolita, ya no se puede estar sentado sin más hasta que el mediodía decida amainar o incluso, si se corre con más suerte, dormir la crítica hasta que una nueva lectura llegue a manos del interesado.


Lolita es, a grandes rasgos, una invitación poética a la realidad —ésta escrita entre comillas— que viven millones de centenares de perturbados y perturbadores. Y aquí aterriza con honores, a propósito de aquellos dos grandes equipos existencialistas en el mundo, la pregunta que surgió durante gran parte del relato, omitiendo, por supuesto, algunas confusiones inanimadas dentro de la narrativa de Nabokov, su autor. Ésta es, muy a pesar mío y con posibles fallas racionalistas; ¿cómo se orienta a la definición para conocer, en teoría, quién es el perturbador y quién, por el contrario, es el perturbado? No es posible hallar la respuesta a esa pregunta sin antes referirnos a la moral del colectivo. La ley, internacional o nacional, dirá, por su parte, que el perturbador es y será Humbert —narrador en la novela de Nabokov—, quien, en medio de su infinita perversión, arrebató con poca o gran hazaña (como se quiera ver) la inocencia de una niña de tan sólo 12 años, Lolita, en este caso.


Eso diría la ley en su apasionado propósito por proteger a los niños de los injustificables deseos de cualquier psicópata. ¿Pero qué diría el individuo? Aquel lector, que por rutina o por destino ha llegado a sus manos la novela, que se encuentra en un rinconcito recóndito con pocas probabilidades de ser ubicado y donde él, lejos de conocer las leyes internacionales y/o nacionales, pensara de repente, como muchos otros, que Humbert no fuese un perturbador, ¿qué sucede en ese caso? ¿Sería aquel lector partícipe mínimo de la perversión infantil? Más aún, ¿estaría él compartiendo la filosofía psicópata de Humbert? Ni cercano a esos pensamientos desfavorables, aquel lector, al que llamaremos Júpiter por mera inercia, lo que estaría experimentando dentro de sí es el proceso más básico pero poco ejecutado por nosotros los seres humanos: la duda, aquella proposición seductora por parte de los sentidos para preguntarnos acerca del realismo y/o idealismo sobre lo que percibimos al instante. 


Júpiter, por hallarse dentro de las garras poéticas y confusas de Nabokov, no es, por consecuencia, un psicópata admirador de Humbert. Percibe en su lectura, plagada de sentimientos blandos e insostenibles, la situación alegórica de Humbert. Percibe una duda, que le plantea una pregunta difícil sobre la moral: ¿está, aquello que acciona Humbert “contra” Lolita, despedazando los límites de la bondad? Júpiter no lo sabe, las únicas leyes que conoce son las que él mismo ha impuesto en su rinconcito recóndito. ¿Cómo podrá saberlo entonces aquel Júpiter tan confundido entre letras? Posiblemente use su experiencia, como todos lo hacemos cuando tomamos decisiones, sean éstas tales como si tomamos café o té a la mañana, si nos mudamos a la metrópoli o en cambio permanecemos en el área rural, la experiencia.


Dirá entonces Júpiter, si en su rinconcito recóndito sostiene relaciones sentimentales y/o sexuales con mujeres y/u hombres mayores que él, y teniendo en cuenta que su edad no pasa más allá de los 30, que los actos de Humbert son asquerosos, fatales e impensables, los repudia y en su raciocinio expresaría el castigo que su moral consideraría justo. ¿Pero qué pensaría el mismo Júpiter al leer las mismas páginas de Nabokov si en su rinconcito recóndito sólo se sostienen relaciones sentimentales y/o sexuales con mujeres y/u hombres menores que él, esto es entre 5 y 15 años? Manifestaría, seguramente, su contraposición frente a la privación de libertad del tan citado Humbert. Alegaría, Júpiter, que Humbert no estaba haciendo nada “malo” e incluso podría tomar todas estas revelaciones como la más hermosa de todas las historias románticas que habrá leído. La moral, será entonces lo que el individuo, bajo las influencias del colectivo experimental, decida que será. No existen actos bondadosos sin alguien que perciba la bondad en el, lo mismo sucederá en los actos maldadosos. ¿Qué maldad hay en una persona si otro individuo no la percibe como tal? La bondad no es en su bondad misma, la bondad es gracias a la moral asertiva del individuo, acto seguido en la parte contraria.


Suponiendo que exista un individuo Y el cual no posea ni el más mínimo atisbo de moral, ni malo ni bueno, es neutro, totalmente neutro, ¿percibiría Y la supuesta bondad en que un niño ayude a cruzar la calle a un ciego? ¿Percibiría Y la maldad en el holocausto judío entre 1940 y 1945? Claramente, por deducción, no percibiría absolutamente nada, es neutro y en su neutralidad no podrá clasificar aquellos hechos, no posee moral que detecte bondad y/o maldad. Para Y, seguramente, el acto bondadoso no es ni bondadoso ni maldadoso, es tan sólo un acto más en su experiencia sensible.



Se tiene predispuesto que cuando el colectivo denomina un hecho como tal, éste se convierte en verdad, lo cierto es que la verdad es del individuo, más no del colectivo. El colectivo es tan sólo una repetición de suposiciones en torno a reglas ya establecidas. Un individuo, en cambio, es la definición de la experiencia en torno a reglas que nunca estarán del todo establecidas porque el cambio constante de percepción lo impedirá. ¿De quién entonces es la verdad? El colectivo afirma una y el individuo, liberado del yugo social, afirmará otra. Como miembros ‘íntegros’ de una comunidad, estamos casi que en la obligación de aceptar las verdades que han sido reveladas con propósitos adoptivos y, en caso de retahíla inconveniente, impositivos. Nuestra verdad individual será entonces una mentira más, lejos, muy lejos, de ser digna como consideración en sociedad.

Así será, en injustificación escéptica, como deberá ser abordada la propuesta afable y cotidiana de Nabokov: con neutralidad absoluta. El lector —sea Júpiter o no— no debe escandalizarse ante este relato en el que a simple vista se podrá apreciar una ‘admiración’ hacia Humbert, el perpetrador de tan atroz crimen. No se trata pues de una admiración sencilla oculta en narrativa sencilla, se trata de un verso explicativo que permite, tanto al autor como al lector, entender, desde la pseudo-psicopatolgía, el modus operandi de una psique, que en sus injustificables deseos, se halla «moralmente» quebrantada.


El autor, en medio de tanta desviación y confusión narrativa, presenta ante nosotros una duda provocadora, que de obscena no tiene ni un solo ápice, mientras expone, en casi 400 páginas, un caso, de millones más, que suceden a diario en el mundo. El lector, finalmente, tendrá en sus manos la conclusión a esa duda. Será él, y sólo él, quien dé por concluido el juicio moral y/o inmoral a Humbert Humbert, amante incansable de Lolita.

Perturbados y perturbadores, ¿usted y yo, en nuestra época, en qué grupo estamos? En su época, ¿en qué grupo estarían Humbert y Lolita? ¿Estarían en diferentes grupos? ¿Estarían en el mismo? Use el lente acusatorio individual y no el social, pretenda, en su duda, dar respuesta a las preguntas que es inevitable no hacerse después de haber leído la obra de Nabokov. Después decida si comparte aquellas conclusiones con el colectivo o, por el contrario, las atesora en su existencia incomprensible, por eso de que es más sano y llevadero el juicio individual al colectivo. 

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