Las torturas de Abu Ghraib
- Nicolás Guasaquillo
- 12 mar 2019
- 1 Min. de lectura

La guerra, aunque se tilde de paz, nunca dejará de ser guerra. Se libra desde que nacemos, con quien crecemos, por lo que somos y por lo que queremos ser. La ley del más fuerte está en la cabeza de todos, pareciera que en la sangre los humanos lleváramos el conquistar terrenos ajenos. Más allá de triste, es decepcionante ver cuán lejos nos puede hacer llegar esa faceta ambiciosa, cuán dispuestos estamos a hacer lo que sea necesario para cumplir nuestros propósitos. Todo habla sobre un poderío que creemos tener cuando nos relacionamos en sociedad, una serie de suposiciones que lleva al individuo a siquiera pensar que es mejor ser humano que otro sólo porque se comporta de ésta manera y no de otra, o porque lleve un conjunto de ropa de alta costura. No vayamos tan lejos: un señor de bigotito corto gritó que su raza era la mejor, después de eso, en 1945, el mundo conoció lo peor de la humanidad.
La prisión de Abu Ghraib es un soslayo más de la conducta soterrada del ser humano, quien acaso piensa que infundiendo dolor su vida misma será más valiosa. Los horrores que en esa prisión tuvieron cabida, así como en todos los lugares donde se violen los derechos humanos, nunca serán reparados con un ‘bajo de rango deshonroso’, como lo hizo el gobierno de Bush con los militares hallados culpables de tan aberrantes crímenes. Al considerar en éste punto la teoría de ser la vida finita, surge la pregunta de si existe realmente un castigo justo, uno que nos asegure la no-repetición, uno que nos devuelva la fe en la humanidad.
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