Samuel Beckett Rough para teatro I
- Nicolás Guasaquillo
- 10 mar 2019
- 2 Min. de lectura

Contraído el gesto se escucha un violín llorar, de aquel acto resulta un sonido gutural no tan agradable si se compara con todas las oportunidades que uno tiene para deleitarse con buena música. En escena un anciano —que pronto descubriríamos ciego— pide monedas en una calle desolada mientras mueve el arco sobre las cuerdas de un violín descompuesto. Su escándalo es escuchado por un señor, más joven que el limosnero, quien se acerca con curiosidad. No tardan en encontrar el flujo de la conversación, los dos con puntos de vista diferentes dejándose llevar por las retahílas de quien quiere convencer a palos. Y en tanta confusión de ver aquello y sentir esto otro, el truco se revela junto a la metamorfosis de los dos ancianos: dejan ver lo fétido del alma, lo insensato de la existencia y el hambre que todos llevamos en silencio.
No hace falta remover la niebla de la composición dramática para enterarse, casi llegados al final, el mensaje que Beckett quiere que entendamos: la vida se sostiene, no somos lo suficientemente infelices para renunciar. Ni siquiera cuando desconocemos el verde de un árbol, o lo soleado de un día, ni siquiera ahí somos lo suficientemente infelices para renunciar. Es bajo esa premisa que el limosnero recobra su poder; quién sabe si para continuar tranquilamente en su labor, pero si para observar más allá de su ceguera.
El resultado final es un performance exquisito, perfectamente ambientado y con un balance cómico inigualable. Las actuaciones de los que intervienen son precisas, interpretan con desesperación el sentimiento inocuo de saberse vacío y en caída libre; eso, junto al vilo de cara al final, deja el agrio sabor de haber experimentado la vida misma en tan sólo diecisiete minutos.
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