Concavidad
- Nicolás Guasaquillo
- 24 oct 2018
- 1 Min. de lectura

Ésta ciudad es de todos los espacios, de todos los rincones que se le quieran atribuir. Hay espacios que, por una u otra razón, distancian de la idea capitalina; aquellos molinos de oro son fáciles de identificar: muy falsos y temporales para ser ciertos. Avenidas sueltas, iluminadas, tecnológicas, atestadas de sociedad: fieras detrás de las luces, pretendiendo, aplacando todos y cada uno de sus instintos.
Los parques, otro ejemplo. Los parques en la ciudad de alegre porosidad son todos agrestes, invitan a sentarse y a conversar. Convencen tanto que en una o dos horas ya se olvida la razón del agotamiento. Sus árboles son frondosos, rebosan color; los animales corren de lado a lado sin morir, mientras sus amigos les contrôleurs se ríen a carcajadas durante el espectáculo. Hasta comparten enseñanzas entre los de su misma especie y se prometen que a la mañana siguiente tendrán un nuevo episodio.
Una vez se enteran de que han sido engañados, se asustan, huyen con la resignación en el rostro, olvidando intencionalmente lo dicho entre co-parientes. Regresan a sus casas, con sus animales; se encierran detrás de la longevidad nocturna y exhalan la diversidad con la que siempre han soñado desde niños. Se reencuentran con la amargabilidad. Reconocen el contraste de la ironía experimental. Se limpian un poco para demostrar mucho. Cae la noche, se duermen, la madrugada se anticipa a la madrague; la niebla remueve sus lazos y deja ver entonces el verdadero rostro de Bogotá: ciudad agresiva, agresora, agresista, pero sobre todo, agredida.
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