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El paraíso cuenta cuentos

  • Foto del escritor: Nicolás Guasaquillo
    Nicolás Guasaquillo
  • 22 abr 2019
  • 3 Min. de lectura


La lluvia era monstruosa, me tenía doblegado. La estación de metro fue lo único que encontré cerca, su entrada se me ofrecía gustosa; dudé, caparazón ardiente, pasadizo breve. No encontraría otro portal, así que acepté.


La muchedumbre se miraba horrorizada las vestiduras: ¿cómo era posible el diluvio si de sed nos moríamos minutos antes?, oí que decían. Al no encontrar respuestas miraban a su vecino más cercano, esperando pues esa frase de regocijo. No se preocupe, éstas tormentas no demoran más de 5 o 10 minutos en terminar. Gracias muy amable, era todo lo que se decía después de asentir.


Las abuelas sacudían sus paraguas sin reparo. Verá usted, joven, si el paraguas no se sacude apropiadamente tomará un olor repulsivo, ¿alguna vez le pasó? Bueno, a mi si, desde esa vez me encargo de secarlo bien antes de guardarlo en la bolsita de gamusa.


Todos teníamos los zapatos arrugados y los que llevaban lentes lo pasaban peor, la neblina en cada foco los obligaba a caminar a tientas por la estación, se preguntaban ellos si en días lluviosos era mejor contratar un perro guía en vez de estar a cada instante con el pañuelito blanco de aquí para allá. Que caótico es el aguacero, agranda la necesidad y atrofia nuestra habilidad de enfrentar.


En condiciones normales y al no ser un punto crucial de concurrencia, la fila para adquirir un boleto en la estación Orión se limitaría a dos o tres personas empinándose sobre el hombro del subsiguiente. Aquel día, en cambio, la gente se aglomeró tanto que de los mosaicos de Katherine Rosé ni una sola baldosa se podía ver. Perdonanos, Katy, te prometo que mañana (si no llueve) todo volverá a la normalidad.


Al parecer, cuando llovía, el reloj de pulso doblaba su duración, disponíamos entonces de hojarasca para ordenar nuestros agravios, para hacer filas, para tomarnos un café terroso en calma, para fumarnos dos cigarrillos (sólo dos, tres es demasiada nicotina), para pensar, para posponer.


Me sentí ahogado cuando la máquina se tragó el boleto y me habilitó el paso. Un momento después tuve que apartarme para evaluar el desastre: bufanda azul de lana anti-alérgica, acuosa; parka gris con solución térmica, rociada; nada mal.


El andén me esperaba, me posicioné ante miradas filosas, las mujeres agarraban fuerte sus bolsos. Un silbido in crescendo nos avisó de la llegada del vagón 23 y, sin descuidar nuestro puesto, retrocedimos hacia la línea amarilla. Puertas corredizas dispuestas, ratas descompuestas avanzando, arañando, mordiendo.


Por supuesto no habían sillas disponibles en el vagón. Me agarré de la manija más cercana y la máquina tomó ventaja. De pie, sinuoso, sangrante in natura; la imagen se abrió y casi me arrodillo ante la presencia divina.


Diagonal a mi estaba sentada una mulata de cabello frondoso, atenta a una pantallita blanca que le entornaba los ojos, tentáculos celestes se encargaron de inmovilizar sus sentidos, de desaparecer su alma. Junto a ella, también sentada, una niña de escasos seis años según mi cuenta; y, en el suelo, quien acaso sería su padre: un hombre calvo de espalda ancha. En sus manos sostenía un libro azul, de esos que se extinguieron el siglo pasado. El paraíso cuenta cuentos, rezaba la portada.


Disimulé mi asombro mientras desviaba la mirada: ningún agente federal presente en el vagón, determinó mi escáner. Si lo descubrían, al hombre podrían darle cinco años de prisión por porte ilegal de literatura y otros dos por instruir fantasía a un menor de edad; aún así nadie se había percatado del intercambio ancestral, demasiado trayecto oficinista encima como para que se dieran cuenta. Que osadía pasearse con un libro en hora concurrida.


La niña demostraba interés, exageraba el gesto cuando el hombre, metido de lleno en su papel, inflexionaba su voz interpretando diferentes personajes. Se llenó de júbilo la infanta al ver, en la siguiente página, la ilustración que resumía la escena ya leída; se resarció en su puesto a tal punto de escurrirse en distracción. El hombre detuvo la lectura y la miró increpante, la niña captó el mensaje y asumió su postura habitual: decente, ignorante, familia solvente. Bendecido sea ese señor que desea en su niña una mujer libre y no ese prospecto 'elegante' en el que se abrevió a las féminas.


Escuché el nombre de mi estación y a empujones abandoné el vagón. Permiso, por favor. ¿Va a salir? ¿No? Entonces déjeme pasar, por favor. Gracias. Puertas cerradas de golpe, el libro azul desapareció en la bruma del siguiente túnel y una sonrisa inflamable fraguaba su extensión en mi pecho. A lo lejos, en el pasadizo de salida, escuché la lluvia. La estación ya no era una opción; estaba pues obligado a salir, a tomar la ducha de la que esa mañana desistí.

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