Los domingos no tienen 24 horas
- Nicolás Guasaquillo
- 18 mar 2019
- 1 Min. de lectura

Me había dicho tantas veces que las patas del coyote no se debían analizar sino más bien amenizar, pero de todos las barbaridades que uno se dice, ¿cuáles son las que uno se cumple? Ahora llueve y ya no tengo físico para analizar, tampoco paciencia para amenizar; sólo espero sentirme adentro, en la cornisa, donde el viento, en vez de tumbarme, alza mi vuelo.
Amanece y el río sigue sonando, ya no evoca las piedras sino problemas que decidí posponer porque nisiquiera tenía papel para poetizar. Los pájaros ataviados en olmos, en cipreses, en eucarias, todos anunciando mi regreso al mundo fatal, donde encuentro la inspiración justa para empezar a narrar.
Y en el perdón, donde tan imposible es crear una oración sonora, he encontrado mi oportunidad faltante, para retomar, para hacer de todo lo que veo un retrato sencillo pero audaz. Por último no llorar más, es suficiente con presionar mi pecho y no sentirme el corazón. Aquí he decidido plantar mi nuevo rosedal, en la playa de un mar brillante, en cada espuma que alguna vez fue montaña. Dejarme navegar, dejarme ver el horizonte que acompaña al sol; palpar el agua, saborearla, descubrirme en peligro para luego recobrar mi multitud.
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