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La danza de una penuria

  • Foto del escritor: Nicolás Guasaquillo
    Nicolás Guasaquillo
  • 30 oct 2018
  • 1 Min. de lectura

¿A dónde van las lágrimas que deja el río?

Bogotá no es una ciudad para caminarla, Bogotá es una ciudad para sufrirla, para ahogarse en su aire puerco, en su cielo ácido. He querido abrazarle, adaptarme a ella, pero ha sido prácticamente lejano, imposible. Me entristece tener que odiarle, tener que ignorarle y encerrarme en mi habitación. Hoy, de hecho, se cumplen dos semanas de trinchera pacífica. Ni siquiera una salida por provisiones: el agua es mi fuente revitalizadora. He evitado también la ducha, no con mucho éxito, pero algo siempre será algo, por más pequeño. 


A veces escucho a los pájaros que vienen a cantarme, y veo los cerros que vienen a visitarme; permanezco atento durante un minuto, después me aburro y enciendo un cigarrillo en mi habitación. Lo fumo hasta quemarme los dedos. La habitación en tinieblas, imitando mi nebuloso estado mental. 

Después, mucho después, llega el sueño con su pesadilla. Me aferro a el: es el único síndrome de desconexión más sano que tengo. Al otro día el odio vuelve a empezar, cambio mi primera bebida por un té de coca, porque del café ya me cansé. A Bogotá nunca pensé odiarla como ahora, desde mi pijama, desde ésta personalidad incipiente, intolerable al ruido amargo de las luces veloces.

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